lunes, 20 de julio de 2009

¿naniii!

Ya no me quedaba nada. Caminé hasta que los pies se me cayeran en pedazos, o al menos eso quería. Me detuve cuando vi a un perro pequeño doblando la esquina próxima. Había estado con los ojos hacia el piso las últimas horas, no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había estado caminando. El perro cojeaba. Hice un close-up a sus patitas: sangraban.

Ya me dolía el maldito cuello, así que por fin levanté la mirada. Bajo un cielo de atardecer se extendía un vasto desierto.
"¿Cómo diablos llegué a este lugar?", pensé.
Ésta vez también cojeaba yo, el cansancio supongo que debía de ser.
No daba crédito a lo que veía: el suelo estaba lleno de vidrios. Cristales que inundaban el suelo hasta donde alcanzaba la mirada. Era increible. Miré atrás y no había absolutamente nada tras de mí, así que volví a mirar al frente. A unos kilómetros más se alzaba una pequeña ciudad.
Y digo pequeña porque sólo observé un edificio gigante en el centro, con una extraña arquitectura rimbombante y unas casas viejas alrededor. Sin embargo, se oía un largo murmullo, el bullicio de un pequeño pueblo en las horas diurnas.
No pude contener la curiosidad, cargué al perrito y avancé decidamente cojeante.

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